LAS LOCAS
Se llama Angela y tiene sesenta y pico largos años.
Todos los jueves se levanta temprano y prepara su ritual harto consabido. El desayuno humeante aunque frío, sola con sus recuerdos. Prende la radio para escuchar las noticias y confirmar que “Cambalache” aún está vigente en su país. Nota sin descuido pese al temblor que sus manos no han perdido la firmeza. Y como parte de la rutina matinal llegan los ruidos. Todos los jueves regresan esas onomatopeyas inevitables que su voluntad niega pero su mente convoca. Es cuando la voz de su hijo le reprocha su postura de conservadora madre de casa insatisfecha. “¿Qué sabés vos?” le contestaba y Jorge sonreía mirando al padre que, siempre serio, leyendo el diario, como no prestando atención, le confería un guiño cómplice que ella captaba. O los gritos de Jorge acusando a su padre de ser un explotador capitalista porque tenía tres empleados a su cargo frente a la resignación del hombre que lo esperaba en silencio. “Va a ser grande nuestro hijo aunque empiece atacando al padre; después de todo, ¿a quién atacaría primero sino a su padre?”, solía susurrar. A veces siente las voces de Jorge autocrítico: “¡Cómo me gustaría que estuviese vivo para que me viese ahora como jefe de familia! La vida no son las boludeces que yo decía, siempre fue más dura”.
-Tu padre está muy orgulloso de vos -respondía al eco de las paredes.
Otras veces escucha la voz, los ruidos de su nuera: “Sabe Angelita que tengo un miedo bárbaro cuando venga el parto, siempre tuve cagazo con esto de la maternidad.” A Elsa le encantaba decir malas palabras, era como un recordatorio de que pertenecía a otra generación. Angela no se molestaba, también había sido joven y además Elsa era una muchacha que ayudó mucho a que su hijo encarrilara sus ambiciones y por más delgaducha que fuese, ¿qué importaba si ahora el que hacía guiños era Jorge? ¡Qué bonita se la veía con esa barriga floreciente! “Cuando yo estaba embarazada de tu Jorge también tenía miedo y también decía que era al dolor del parto, después me di cuenta de que no era al dolor sino a la maternidad. Tenía mucho miedo de ser muy mala madre, no saber cuidarlo, amamantarlo mal, cómo cambiarlo, ¿qué sé yo? Pero no te preocupés; un hijo te educa tanto como podás imaginar.” Los juegos de Ernestito son los ruidos que más la atormentan. Ernestito corriendo al perro, Ernestito rompiendo el florero, Ernestito probando que el globo no era infalible y cuando explotó llorando no por el susto sino porque lo había perdido. Ernestito a los tropezones por el living o tirándose bruscamente sobre su panza para despertarla de la siesta. También escucha, irremediable, el ruido de sirenas, el ruido de luces multicolores, de fonemas imperativos, de sus muebles rotos. Los gritos suplicantes y desgarradores de Elsa, el llanto de Ernestito, ahora sí, de susto y la cara de Jorge antes de los disparos. Nunca más los vio. Sólo se quedó con los ruidos que le sirven de compañía en ese departamento deshojado y perimido.
Ha terminado el desayuno y está lista para partir. Se mira en el espejo como siempre lo ha hecho y aunque todavía coqueta no se sorprende del descuido de su piel, de sus ropas, de sus dientes y de esa garganta que tanto ha gritado y que aún lo seguirá haciendo. Pocos la comprenden, menos la nombran y sin embargo, una fe ciega la conduce. Después de todo, ella se hizo mujer trayendo vida al mundo y nunca una madre que se precie de tal puede obnubilar su religión con la vida. La llamaron loca y ahora, después del tiempo, sabe que aquellos, sin querer, tuvieron razón. Porque únicamente loca podía apreciar el futuro, seguir creyendo y hablando para el que vendrá.
Para Freud, madre y loca forman los calificativos de una vicisitud ambivalente del hombre que busca a una mujer. En Argentina, ellas habían logrado una síntesis que el propio genio aceptaría. Se irguió entre infinitos suspiros y colocándose la tela blanca en la cabeza se vistió de loca. Desató su encorvadura, encaminándose hacia el cielo abierto de su indiferente Buenos Aires para el asombro, admiración o burlas de las gentes que la ven en ese manicomio circular inventado como una nueva patria. Allí encuentra reparo con aquellas que son ella, las otras locas. Esas que creen que por lucir pañuelos blancos y caminar en círculo podrán decirle a la humanidad que “justicia” no es una palabra comodín, que no todo está perdido porque ellas no fueron derrotadas, que en el blanco de sus pañuelos y en el surco de sus arrugas está la esperanza.
En algún lugar del planeta Tierra, los días jueves se recuerdan como “El día de las Locas”. Las Locas Amor. Necias hasta el último respiro porque en el último respiro nos ofrendarán esa locura que ya nadie podrá quitarles.
Por Nancy Villalobos